16 febrero, 2015

Las golondrinas de sal

Dicen que si bebes o te bañas en el agua del mar, se te curan las heridas, o al menos las sana y desintoxica.
Que es aliviante, vamos.

En este caso, nunca pensé que un adiós fuese algo que pudiera llegar a  aliviarme,
nunca creí que aunque fuese de verdad, un beso con tanta sal, de despedida,
acabaría con tanto dolor.
Lo sé desde hace unos días,
ha llegado una marea nueva a mi desajustada vida
para sanar todos los huecos por los que me desangro desde hace años.

Los fantasmas que me perturbaban aquí,
a 3000 kilómetros de ti,
recogen poco a poco sus maletas,
para llevárselas y no volver más, dicen.
Para marcharse muy lejos, susurran.
Cuidado, te diriges a miles de horizontes, B., esta vez sin mi, abre bien las alas.

“No eres la chica de la que me enamoré, J.“

Probablemente nunca más pueda volver a ser ella,
no recuerdo ya como era tener 15 años ni siquiera.
Después de tantas veces que lo hablamos no puedes decirme eso, lo sabes,
sabes de sobra que nunca somos los mismos pasados tantos años:
el amor se acaba convirtiendo en un viejo conocido
que desemboca en manos y labios de un desconocido,
un desconocido con el que hemos convivido demasiadas guerras
y perdido infinitas batallas.

Somos viejos guerreros, capitanes de un ejército de flores muertas.
Hemos querido luchar demasiado y tras tantas tormentas,
enterramos por fin el hacha de guerra,
sin treguas,
sin despedidas.

Es hora de despedirnos de estas austeras tierras, deshojadas de todas las flores que crecieron en ellas,
en las que en otros tiempos quizás hubiesen podido hacerle frente a los maravillosos jardines Eliseos
o a los cálidos tulipanes de los campos holandeses.
Pero no, maldito reloj de la vida, no, esta guerra la perdió el tiempo,
ni nosotros podemos combatir el cambio constante de la vida,
demasiados horizontes heridos a nuestros pies
para seguir adelante arrastrándolos.

No, sé de sobra que nunca volveremos a enamorarnos otra vez,
nunca volveremos a ser aquellos que éramos:
nos enamoramos demasiado pronto,
cuando aún ni nosotros sabíamos quiénes éramos.

Así es el amor de la niñez, magia,
hasta que te enseñan el truco,
y cuando consigues aprendértelo
todo se evapora,
el sabor que te queda en la boca es el de un sueño infranqueable,
perdido entre las jaulas doradas que rodean los años de la niñez.
Un mago nunca debe revelar sus secretos... y entre nosotros ya no quedaba ningún truco de magia nuevo.

Tuvimos la suerte de encontrarnos en un lugar perdido del mundo,
aislados de las ciudades,
rodeados por el mar.
Gracias a esto crecimos soñando con volar
e ir más allá (algún día) de las líneas de todos esos horizontes.
Soñamos con ser grandes juntos,
con ser aquellas golondrinas de Bécquer,
que siempre vuelven, que siempre vuelan.
Pero acabamos siendo nosotros mismos,
sin idealizaciones, sin magia, desnudos...
Y eso nos asustó.

La última vez que nos miramos
desnudos,
a los ojos,
no nos reconocimos.
Y fue ahí cuando lo supimos,
las puertas de esta jaula estaban abiertas desde hacía tiempo,
los niños que estaban dentro se habían ido, habían crecido
y querían salir fuera a vivir otra vida,
con otros pájaros, en otras guerras,
en otros horizontes.

Volar en otros cielos, lejos de nosotros, de nuestros barrotes.

Nuestro amor fue crudo y mágico,
lo encarcelamos en los sueños de las personas que nos habría gustado haber sido.
Lo pienso y me hace gracia lo desgarrador que es el paso de los años,
Pensar en cómo pudimos haber querido alguna vez volar por los mismos horizontes,
cruzar los bordes de las mismas galaxias,
nosotros, que ya no perseguimos ni los mismos sueños.

Al final, puede que todos estos libros escritos por nosotros
y todas estas batallas en las que sangramos en carne viva durante tantos años,
nunca formen parte de la literatura universal,
ni estén históricamente reconocidos,
puede que al final tengamos que conformarnos con este amargo olvido,
y abandonar nuestra jaula de barrotes roídos,
oxidados,
ruinas griegas de nuestra infancia.

Al final de nuestro amor sólo nos queda la piel impregnada
de sal seca,
proveniente de miles de sequías,
dónde en otros tiempos se extendieron infinitos mares y océanos;
y el gris más profundo de las cenizas,
después de una hoguera en la madrugada de un 24 de Junio.

El amor y el mar se nos quedó demasiado grande,
demasiado corto,
demasiada sal.

Al final acabamos siendo golondrinas, quizás de las que retornan,
pero tú en verano y yo en invierno,
en otros lugares,
con otros pájaros.

El problema fue la vida, que pasó ante nuestros ojos,
eran demasiados barrotes ya
para ser tan golondrinas.

Cuántos cielos nos quedan aún por recorrer,
cuántos vuelos en los límites de los precipicios nos quedan por vivir,
Y tanto por volar...
Al final sólo seremos una leyenda,
algo que se cuenta
sobre aquella vieja,
dorada y roída
jaula de barrotes.

Ahí, dónde alguna vez nuestros sueños
fueron el mismo,
fue el mismo:
el de nuestros cuerpos volviéndose jaula
si uno de los dos se iba volando y nunca más regresaba.


Hasta siempre, golondrina.








1 comentario:

  1. Hola, me encanta como escribes, y me gustaria que visitases mi blog altibajosdesordenados.blogspot.com muchas gracias!!

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